Monday, December 11, 2006

POR EL OJO DE LA CERRADURA


Ver el pasado, desnudarlo desde el otro lado de la puerta del tiempo, siempre es cegarse parcialmente; la mirada se arriesga. Pero el peligro es precisamente lo que lleva la experiencia a sus últimos límites.

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Según Guillermo Cabrera Infante, Virgilio era un hombre desdichado en amores. No lo creo así. A Virgilio le gustaban los negros y soy testigo de que disfrutó de negros formidables. Una vez pasó un negro con una carretilla llena de limones, pregonándolos, aunque ya en aquella época el pregón era algo clandestino. Virgilio lo hizo subir a su apartamento, le compró todos los limones y después llegaron a hacer el amor. Creo que después el negro iba a cada rato con el pretexto de llevarle algún limón y Virgilio se lo llevaba a su cuarto.

Otro negro con el cual Virgilio tuvo relaciones sexuales bastante profundas era un cocinero que, según contaba Virgilio, tenía un sexo enorme. El placer de Virgilio era ser penetrado por aquel cocinero, que movía calderos, cucharones y seguía cocinando con Virgilio incrustado a su sexo; Virgilio era, realmente, una loca frágil que podía ser sostenida por el falo de aquel negro poderoso.

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A Virgilio le gustaban los hombres rudos, los negros, los camioneros, mientras que Lezama tenía preferencias helénicas; tenía un culto extremo hacia la belleza griega y, desde luego, hacia los adolescentes. Virgilio llevaba con asiduidad a la práctica sus realizaciones sexuales, y Lezama era mucho más retraído, quizá por vivir tantos años junto a su madre.

En cierta ocasión Lezama y Virgilio coincidieron en una especie de prostíbulo para hombres que había en La Habana Vieja y Lezama le dijo a Virgilio: «Así que vienes tras la caza del jabalí». Y Virgilio le contestó: «No, he vendio, simplemente, a singar con un negro».

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Al llegar a la funeraria y no encontrar en ella el cadáver de Virgilio, sospeché que aquella muerte repentina podía haber sido un asesinato.

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Cuando yo llegué del hospital a mi aparamtento, me arrastré hasta una foto que tengo en la pared de Virgilio Piñera, muerto en 1979, y le hablé de este modo: «Oyeme lo que te voy a decir, necesito tres años más de vida para terminar mi obra, que es mi venganza contra casi todo el género humano». Creo que el rostro de Virgilio se ensombreció como si lo que le pedí hubiera sido algo desmesurado. Han pasado ya casi tres años de aquella petición desesperada. Mi fin es inminente. Espero tener la ecuanimidad hasta el último instante.

Gracias, Virgilio.

Nota bibliográfica: Arenas, Reinaldo. Antes que anochezca. Barcelona: Tusquets Editores, 2001.

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