En los últimos años me he convencido de que lo más importante para escribir un cuento, lo absolutamente imprescindible, es aprender a no escribirlo. Ese ejercicio de contención y humildad se convierte en una tortura para alguien que se cree escritor. Y que, por tanto, debe escribir. Hace mucho dejó de existir —si alguna vez existió— el oficio de pensador.
No queda más remedio que someterse a esa angustia. Es el único modo: guardar silencio. Pensar. Esconder el cuento dentro de uno. No escribirlo, resistir la tentación, durante semanas, meses, años. Olvidarlo. Hacer otra cosa mientras tanto, por ejemplo, vender programas para personal computers de puerta en puerta (unos años atrás hubiera aconsejado algo más clásico, por ejemplo vender de ese modo la Enciclopedia Británica).
Al fin, un día inesperado, sobreviene un ataque de lucidez y en medio del resplandor uno percibe que aquel espermatozoide de cuento, aquella célula microscópica que hace mucho tiempo que uno eyaculó, ha tomado forma, ha crecido, y ya es un feto de cuento. Un intra-cuento. Listo para salir al aire y a la luz. El señorito reclama independencia, libertad y soberanía. Y hay que otorgárselas. De lo contrario provocará una rebelión terrible dentro de nosotros y podría inocularnos el virus de la locura, como le sucedió —por citar un ejemplo cualquiera— a Kafka, que de tanto contenerse, de tanto olvidarse, se le acumulaban dentro muchos fetos hasta que transmutó en paranoico total y esa enfermedad derivó en tuberculosis, se disfrazó, quiero decir, para poder expresarse y poder acabar con la vida que la contenía. Ojo: ese riesgo sigue latente para cualquier escritor.
II.
Supongo que cuando al fin —vacío de todo, permeado solamente por la lucidez— uno comienza a escribir el cuento, sabe muy bien que lo esencial es que el lector sienta en su pellejo el restallido del látigo. Pero no puede ver el látigo. Sólo le dejaremos sentir el picor doloroso en su piel, y al mismo tiempo escuchará el trallazo del cuero en el aire. Pero —insisto— jamás podrá ver el látigo. Ni siquiera podrá presentir por dónde lo atizaremos. Quizás piense que será en la espalda. Y nosotros —sarcásticos— le meteremos el cuerazo en las nalgas.
Es el placer sádico del escritor. Golpear sorpresivamente. Y del lector masoquista. Sentir el gusto ansioso de recibir el latigazo en su piel, después la morbosidad de mirar una y otra vez la marca roja y sangrante. Y lamerse para saborear el hierro de la sangre.
Una sola flagelación. Un cuerazo perfecto. Bien asestado. Mágico, inesperado. Que lo haga despertar de su letargo, de la somnolencia cotidiana. Entonces el lector dirá: «Oh, terrible la vida». Y despertará un poco, temeroso. Asustado como un perro callejero. Si se logra ese pánico el cuento es excelente.
El mejor elogio que he recibido jamás de mi primer libro de cuentos (Trilogía sucia de La Habana) me lo otorgó una señora sutil y encantadora, deliciosa escritora ella misma, creo que vasca, que se llama María Amezúa y que vivió algunos años en La Habana. Cuando le pregunté si ya se había leído el libro, me contestó, eludiendo mi mirada y dirigiendo su vista en diagonal hacia un enorme ventanal donde rutilaba la luz infinita y azul del mar Caribe, intentando respirar porque se ahogaba sólo con mi cercanía:
—Me leí las primeras páginas, pero no pude seguir.
—¿Por qué?
—Me da miedo, Pedro Juan. Me espanta.
Pasaron los meses y comprendí que era cierto. No sólo le tenía miedo al libro, sino también a mi presencia. Me temía, me rechazaba, me eludía. Le faltaba el aire cuando me veía. A veces coincidíamos en algún sitio donde teníamos que permanecer algunas horas, y entonces era ostensible. Hacía todo lo posible para evitar que nuestras miradas se encontraran y así no tenía que saludarme ni siquiera con una inclinación de cabeza. Yo percibía que María Amezúa —y éste es su nombre real— tenía miedo. Se sentía asqueada con mi presencia. Posiblemente, casi seguro, me odiaba. Me odia por haber escrito ese libro que jamás podrá leer porque le quema en las manos.
¡Oh, María, bendita tú eres entre todas las mujeres! Ese es el lector-perfecto. El no-lector. El lector-imposible. El lector capaz de retraducir de nuevo el libro a la realidad y creer a pies juntillas en el truco mágico que he realizado ante sus ojos. No percibió que escribí un libro con la mano derecha, ante sus ojos verdes (María Amezúa tiene unos ojos verdes, verdes, verdes. Verdes hasta el agua). Mientras con la mano izquierda ejecutaba el truco imperceptible.
Aspiro a ese lector. Aspiro modesta, humildemente, a tener —al mismo tiempo— seis mil millones de lectores como María. Paralizados. Tensos. Temerosos ante mi látigo.
III.
Para llegar a ese latigazo perfecto la vía mejor es la misma que utiliza el arquero zen. Ese buen señor se olvida de la diana y lanza su flecha. Pero sabe que va a dar en el centro. Está seguro de ello y sabe que su flecha llegará, sin errar ni una micra. Jamás piensa en el blanco. Sólo coloca su pensamiento en la flecha que tiene en sus manos, en una cuerda que tensa, en un arco que se dobla, en sus músculos que se endurecen. Y en el aire. Hay una flecha que surcará el aire zumbando. Una flecha que cortará el aire de un tajazo, con una gracia perfecta. Una flecha que saldrá disparada hasta el sitio ideal.
Para lograrlo el arquero tiene que ser el tipo más humilde de la tierra porque necesita olvidarlo todo. Lo único que le interesa es su flecha. Eso es lo único que existe en ese instante. Una flecha y un poco de aire y el cerebro en blanco. Fuera de esos elementos, todo lo demás es un exceso incompatible con su oficio mágico de arquero zen.
IV.
De este modo el texto final no se agotará jamás. Será capaz de generar lecturas diferentes una y otra vez, hasta el infinito. Y ésa debe ser la máxima aspiración de un escritor: fabricar máquinas generadoras de interpretaciones. Construir mecanismos tan meticulosamente perfectos como un reloj suizo clásico y que provoquen millones de lecturas nuevas. Una para cada lector. Algo nuevo siempre, cada vez que se lea. Ese es el cuento ideal.
Entonces es cuando la flecha hace diana perfecta. Y repite siempre, con cada lector, su golpe mágico, el latigazo restallante en el duro, cínico, desconfiado, escamoso pellejo del lector, que espera, adormilado como un cocodrilo, que alguien lo pinche violentamente para sentirse vivo en medio del pantano de miasmas podridas en que a veces se transforma la vida.
Siempre he pensado que un buen escritor es, a fin de cuentas, como un buen mago que asombra a su público con trucos que parecen imposibles. Pero nadie puede descubrir jamás cuándo ni cómo los ejecuta.
Por eso me causan risa los libros y los cursos y talleres para «enseñar» a escribir. ¿Houdini mostró alguna vez cómo lograba zafarse a tiempo de las cadenas y candados, salía de un baúl herméticamente cerrado, y ascendía nadando a la superficie desde el fondo del puerto de New York? ¡Jamás tuvo ni un discípulo! Tampoco tuvo ayudantes porque tendría que asesinarlos sistemática y regularmente para evitar que revelaran las trampas que ayudaban a realizar. Houdini era un asceta, un ermitaño, un solitario, un monje, un esclavo de su arte incomparable y fabuloso. Hizo lo que tenía que hacer: morir mientras ejecutaba uno de sus trucos y llevarse sus secretos a la tumba. Algo digno de un genio.
Eso hacen los grandes escritores: dejar un libro inconcluso y llevarse sus secretos a la tumba. Ninguno puede enseñar a escribir. Y no es que los grandes escritores no quieran o no sean generosos y nobles. No. Se trata simplemente de que no pueden. Y es que en realidad no saben por qué escriben tan bien. Ni se lo imaginan.
Claro, esto último nadie lo reconoce. En un mundo tan racional y pragmático es imposible, es increíble, que alguien diga tranquilamente: «No me imagino cómo escribo, nunca me lo he preguntado». Perdería credibilidad, imagen y todo eso que ha puesto de moda el espíritu mercantil de la época.
Pero los escritores verdaderos saben que al final todo es oscuro o instintivo. Que no existe una poética particular ni una filosofía de la composición, ni un decálogo de nada. Todo queda en el mundo táctil de las obsesiones. Y quizás la única verdad es que todos fabulamos. Todos, desde niños, hacemos historias, las inventamos, las exageramos, las multiplicamos, disfrutamos diciendo mentiras, engañando, adornando la verdad, diciendo sólo una parte y escondiendo otra, de acuerdo con nuestra conveniencia. Y todo obedece a una razón simple y obvia: el hombre es un animal fabulador que necesita de los mitos y de la magia y que necesita comunicar. Pero a muy pocos se les ocurre escribir alguna de esas historias que nos contamos unos a otros. Escribirlas significa pasarlas del aire a un papel y de la memoria a un código de signos. Esa traslación, esa traducción es la que tiene que aprender a realizar el escritor. Y tiene que aprender solo. Terrible pero cierto. Si tiene suerte le alcanzará la vida. De lo contrario se le irá todo el tiempo disponible en intentar aprender. Y jamás lo logrará. Siento ser tan crudo, pero es la verdad. No hay otro modo de decirla.
No queda más remedio que someterse a esa angustia. Es el único modo: guardar silencio. Pensar. Esconder el cuento dentro de uno. No escribirlo, resistir la tentación, durante semanas, meses, años. Olvidarlo. Hacer otra cosa mientras tanto, por ejemplo, vender programas para personal computers de puerta en puerta (unos años atrás hubiera aconsejado algo más clásico, por ejemplo vender de ese modo la Enciclopedia Británica).
Al fin, un día inesperado, sobreviene un ataque de lucidez y en medio del resplandor uno percibe que aquel espermatozoide de cuento, aquella célula microscópica que hace mucho tiempo que uno eyaculó, ha tomado forma, ha crecido, y ya es un feto de cuento. Un intra-cuento. Listo para salir al aire y a la luz. El señorito reclama independencia, libertad y soberanía. Y hay que otorgárselas. De lo contrario provocará una rebelión terrible dentro de nosotros y podría inocularnos el virus de la locura, como le sucedió —por citar un ejemplo cualquiera— a Kafka, que de tanto contenerse, de tanto olvidarse, se le acumulaban dentro muchos fetos hasta que transmutó en paranoico total y esa enfermedad derivó en tuberculosis, se disfrazó, quiero decir, para poder expresarse y poder acabar con la vida que la contenía. Ojo: ese riesgo sigue latente para cualquier escritor.
II.
Supongo que cuando al fin —vacío de todo, permeado solamente por la lucidez— uno comienza a escribir el cuento, sabe muy bien que lo esencial es que el lector sienta en su pellejo el restallido del látigo. Pero no puede ver el látigo. Sólo le dejaremos sentir el picor doloroso en su piel, y al mismo tiempo escuchará el trallazo del cuero en el aire. Pero —insisto— jamás podrá ver el látigo. Ni siquiera podrá presentir por dónde lo atizaremos. Quizás piense que será en la espalda. Y nosotros —sarcásticos— le meteremos el cuerazo en las nalgas.
Es el placer sádico del escritor. Golpear sorpresivamente. Y del lector masoquista. Sentir el gusto ansioso de recibir el latigazo en su piel, después la morbosidad de mirar una y otra vez la marca roja y sangrante. Y lamerse para saborear el hierro de la sangre.
Una sola flagelación. Un cuerazo perfecto. Bien asestado. Mágico, inesperado. Que lo haga despertar de su letargo, de la somnolencia cotidiana. Entonces el lector dirá: «Oh, terrible la vida». Y despertará un poco, temeroso. Asustado como un perro callejero. Si se logra ese pánico el cuento es excelente.
El mejor elogio que he recibido jamás de mi primer libro de cuentos (Trilogía sucia de La Habana) me lo otorgó una señora sutil y encantadora, deliciosa escritora ella misma, creo que vasca, que se llama María Amezúa y que vivió algunos años en La Habana. Cuando le pregunté si ya se había leído el libro, me contestó, eludiendo mi mirada y dirigiendo su vista en diagonal hacia un enorme ventanal donde rutilaba la luz infinita y azul del mar Caribe, intentando respirar porque se ahogaba sólo con mi cercanía:
—Me leí las primeras páginas, pero no pude seguir.
—¿Por qué?
—Me da miedo, Pedro Juan. Me espanta.
Pasaron los meses y comprendí que era cierto. No sólo le tenía miedo al libro, sino también a mi presencia. Me temía, me rechazaba, me eludía. Le faltaba el aire cuando me veía. A veces coincidíamos en algún sitio donde teníamos que permanecer algunas horas, y entonces era ostensible. Hacía todo lo posible para evitar que nuestras miradas se encontraran y así no tenía que saludarme ni siquiera con una inclinación de cabeza. Yo percibía que María Amezúa —y éste es su nombre real— tenía miedo. Se sentía asqueada con mi presencia. Posiblemente, casi seguro, me odiaba. Me odia por haber escrito ese libro que jamás podrá leer porque le quema en las manos.
¡Oh, María, bendita tú eres entre todas las mujeres! Ese es el lector-perfecto. El no-lector. El lector-imposible. El lector capaz de retraducir de nuevo el libro a la realidad y creer a pies juntillas en el truco mágico que he realizado ante sus ojos. No percibió que escribí un libro con la mano derecha, ante sus ojos verdes (María Amezúa tiene unos ojos verdes, verdes, verdes. Verdes hasta el agua). Mientras con la mano izquierda ejecutaba el truco imperceptible.
Aspiro a ese lector. Aspiro modesta, humildemente, a tener —al mismo tiempo— seis mil millones de lectores como María. Paralizados. Tensos. Temerosos ante mi látigo.
III.
Para llegar a ese latigazo perfecto la vía mejor es la misma que utiliza el arquero zen. Ese buen señor se olvida de la diana y lanza su flecha. Pero sabe que va a dar en el centro. Está seguro de ello y sabe que su flecha llegará, sin errar ni una micra. Jamás piensa en el blanco. Sólo coloca su pensamiento en la flecha que tiene en sus manos, en una cuerda que tensa, en un arco que se dobla, en sus músculos que se endurecen. Y en el aire. Hay una flecha que surcará el aire zumbando. Una flecha que cortará el aire de un tajazo, con una gracia perfecta. Una flecha que saldrá disparada hasta el sitio ideal.
Para lograrlo el arquero tiene que ser el tipo más humilde de la tierra porque necesita olvidarlo todo. Lo único que le interesa es su flecha. Eso es lo único que existe en ese instante. Una flecha y un poco de aire y el cerebro en blanco. Fuera de esos elementos, todo lo demás es un exceso incompatible con su oficio mágico de arquero zen.
IV.
De este modo el texto final no se agotará jamás. Será capaz de generar lecturas diferentes una y otra vez, hasta el infinito. Y ésa debe ser la máxima aspiración de un escritor: fabricar máquinas generadoras de interpretaciones. Construir mecanismos tan meticulosamente perfectos como un reloj suizo clásico y que provoquen millones de lecturas nuevas. Una para cada lector. Algo nuevo siempre, cada vez que se lea. Ese es el cuento ideal.
Entonces es cuando la flecha hace diana perfecta. Y repite siempre, con cada lector, su golpe mágico, el latigazo restallante en el duro, cínico, desconfiado, escamoso pellejo del lector, que espera, adormilado como un cocodrilo, que alguien lo pinche violentamente para sentirse vivo en medio del pantano de miasmas podridas en que a veces se transforma la vida.
Siempre he pensado que un buen escritor es, a fin de cuentas, como un buen mago que asombra a su público con trucos que parecen imposibles. Pero nadie puede descubrir jamás cuándo ni cómo los ejecuta.
Por eso me causan risa los libros y los cursos y talleres para «enseñar» a escribir. ¿Houdini mostró alguna vez cómo lograba zafarse a tiempo de las cadenas y candados, salía de un baúl herméticamente cerrado, y ascendía nadando a la superficie desde el fondo del puerto de New York? ¡Jamás tuvo ni un discípulo! Tampoco tuvo ayudantes porque tendría que asesinarlos sistemática y regularmente para evitar que revelaran las trampas que ayudaban a realizar. Houdini era un asceta, un ermitaño, un solitario, un monje, un esclavo de su arte incomparable y fabuloso. Hizo lo que tenía que hacer: morir mientras ejecutaba uno de sus trucos y llevarse sus secretos a la tumba. Algo digno de un genio.
Eso hacen los grandes escritores: dejar un libro inconcluso y llevarse sus secretos a la tumba. Ninguno puede enseñar a escribir. Y no es que los grandes escritores no quieran o no sean generosos y nobles. No. Se trata simplemente de que no pueden. Y es que en realidad no saben por qué escriben tan bien. Ni se lo imaginan.
Claro, esto último nadie lo reconoce. En un mundo tan racional y pragmático es imposible, es increíble, que alguien diga tranquilamente: «No me imagino cómo escribo, nunca me lo he preguntado». Perdería credibilidad, imagen y todo eso que ha puesto de moda el espíritu mercantil de la época.
Pero los escritores verdaderos saben que al final todo es oscuro o instintivo. Que no existe una poética particular ni una filosofía de la composición, ni un decálogo de nada. Todo queda en el mundo táctil de las obsesiones. Y quizás la única verdad es que todos fabulamos. Todos, desde niños, hacemos historias, las inventamos, las exageramos, las multiplicamos, disfrutamos diciendo mentiras, engañando, adornando la verdad, diciendo sólo una parte y escondiendo otra, de acuerdo con nuestra conveniencia. Y todo obedece a una razón simple y obvia: el hombre es un animal fabulador que necesita de los mitos y de la magia y que necesita comunicar. Pero a muy pocos se les ocurre escribir alguna de esas historias que nos contamos unos a otros. Escribirlas significa pasarlas del aire a un papel y de la memoria a un código de signos. Esa traslación, esa traducción es la que tiene que aprender a realizar el escritor. Y tiene que aprender solo. Terrible pero cierto. Si tiene suerte le alcanzará la vida. De lo contrario se le irá todo el tiempo disponible en intentar aprender. Y jamás lo logrará. Siento ser tan crudo, pero es la verdad. No hay otro modo de decirla.
Nota bibliográfica: Publicado en Encuentro de la cultura cubana, otoño de 2000, Madrid, España.
© Pedro Juan Gutiérrez
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